Miguel Uribe: Cuando la política se paga con la vida

El 11 de agosto, a la 1:56 de la madrugada, los ojos de Miguel se cerraron para siempre. Con él, se apagó una luz que, por dos meses, resistió. Desde aquel atentado, su vida se convirtió en un símbolo: millones de colombianos seguimos cada parte de su lucha como si el pulso del país dependiera de ella. Y por un instante, en medio del ruido del mundo, la nación entera se detuvo. Desde todas las orillas políticas, y sin importar diferencias, hubo un segundo de silencio, de reflexión, de unión frente a una herida común.

Hoy hemos perdido a Miguel Uribe: la voz más fuerte que la derecha colombiana hasta el momento había proyectado hacia las elecciones de 2026. Joven, con ideas claras, convicciones firmes y una energía que incomodaba a quienes temen el cambio, fue asesinado por un niño de 14  manipulado por quienes se alimentan de la intolerancia.

 Dos meses de rumores, teorías y dudas no han cambiado la verdad esencial: es una herida que atraviesa. Una herida porque se apaga una vida que representaba lo mejor de una generación que todavía cree que Colombia puede ser diferente. Una herida porque la violencia le arrebató a su hijo lo que a él mismo le fue arrebatado cuando tenía apenas cuatro años, repitiendo un ciclo cruel que tantas familias de este país conocen de memoria.. Duele porque su ausencia nos devuelve a una historia que creíamos lejana, esa de líderes silenciados a tiros, de nombres que se convierten en símbolos de lo que no debe volver a pasar: Gaitán, Galán, Guillermo Cano, Diana Turbay -su madre-, … y ahora, Miguel.

Miguel Uribe, junto a Diana Turbay, su madre.

El clamor de Colombia hoy es claro: justicia. Una justicia que no se quede en comunicados ni promesas, sino que fortalezca las instituciones, cierre las puertas a la impunidad y proteja cada vida humana como un bien irrenunciable. A Miguel lo mataron porque quienes lo hicieron sabían que la impunidad era posible. Esa certeza de que matar no tendría consecuencias es una enfermedad que corroe el alma de nuestra nación. Si queremos sanar, debemos erradicarla. 

Debemos lograr que en Colombia, la impunidad sea no solo improbable, sino impensable. No se trata de “quién era” en términos de apellido, posición o educación, sino de “quién fue” en esencia: un hombre que creía en puentes y no en fosas, que veía en la política un servicio, no una trinchera. Miguel encarnaba la posibilidad de disentir sin destruir, de debatir sin aniquilar. Pero en Colombia, hacer política puede costar la vida. Y cuando la democracia se convierte en un riesgo mortal, no estamos frente a un desacuerdo ideológico, sino ante un sistema roto que renuncia a proteger a quienes lo sostienen. 

Allí radica la verdadera gravedad: un Estado incapaz de garantizar la seguridad de sus actores políticos no solo falla a su gente, sino que abre las puertas a una dictadura de la violencia. Este asesinato debe ser un punto de quiebre. Una llamada de atención para un liderazgo que durante años ha desgastado su legitimidad en difamaciones y ataques personales, en lugar de construir consensos y soluciones. La política colombiana no puede seguir siendo un terreno donde la calumnia y la polarización sean las armas predilectas. Porque cada vez que elegimos el desprecio sobre el respeto, cavamos un poco más la fosa de nuestra democracia. Miguel Uribe no está. Pero su muerte nos obliga a mirar a Colombia a los ojos y preguntarnos: ¿seremos un país que deja que sus mejores voces se apaguen en silencio, o uno que decide levantarse y hacer que nunca más sea posible callarlas a balas?

Que la vida de Miguel no termine siendo una estadística más. Que su nombre se convierta en un compromiso vivo de que en esta tierra la verdad, la justicia y la dignidad no se negocian. Que este no sea el final de una historia, sino el principio de un país que se niega a enterrar su esperanza.


El chaleco antibalas no sirve

la pistola nueve milímetros no sirve

el colt caballito 48 no sirve

la miniuzi es chatarra vieja

lo único que sirve es la vida, hermano.

-Patricia Ariza

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